sábado, 5 de enero de 2008

Fin del mundo

Hubo una vez una niña que perdió la fe en el género humano.

El mundo se acaba, pensó un día. Lo vio anunciado en algún periódico, en los documentales de la tele, en un viejo catalán de pelo de coliflor. En unas décadas la población mundial crecerá de tal manera que la vida en la Tierra se hará aún más insostenible. Nuestro planeta se está consumiendo, nuestro planeta no puede más. Dentro de poco la vida en la tierra será imposible. No tendremos medios para subsistir. Habremos de emigrar a otros planetas. Dentro de poco no quedarán libros, y la profecía de Ray Bradbury se habrá cumplido.

La niña no quería que sus ojos llegaran a ver tan abominable espectáculo.

Destrucción y soberbia. Eso es el ser humano. El ser humano hace daño y arrasa con todo lo que pilla. El ser humano es egoísta, es cruel y es inhumano. Si ha habido campos de exterminio, Hiroshimas y Nagasakis, cualquier cosa es posible, por más espantosa que parezca. El ser humano es osado y soberbio. El ser inhumano se cree alguien, cuando no somos nada. Se cree mejor, se cree superior al resto de los seres vivientes, nos cree capacez de conquistarlo todo, de conocerlo todo y de tener siempre el control. El ser humano juega a ser dios. Ahí está Ícaro. Tuvo un merecido castigo. Quien juega con fuego se acaba quemando.

El fin del mundo se aproxima.

La humanidad se haría un gran favor a sí misma extinguiéndose. Deberíamos hacer un genocidio mundial colectivo ahora. Ahora que incluso se puede decir ha habido logros y glorias nuestras espaldas (las pirámides de Egipto, la imprenta, la penicilina, El Quijote, Las Meninas de Velázquez, la morcilla de Burgos).

Hay que darse prisa. El mundo se acaba.

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